En una de mis txaladas* pasadas loaba a los franceses y a los niños pequeños por hablar mal, por crear participios aparentemente correctos, pero socialmente no aceptados. Quien me conoce sabe de mi obsesión por corregir los fallos de la lengua y reclamar tildes donde alguien, por obra y gracia de sí mismo, decidió que ahí no iba una tilde. Así que a riesgo de que se me bienintreprete, quiero aclarar algunas cosas
La primera es que he decidido que, tras mucha reflexión, he encontrado cierto encanto en los errores gramaticales. Por ejemplo, ¿por qué decimos que ayer anduve y no andé, pero ayer nadé y no naduve? ¿Por qué alguien está corrompido y no corroto pero algo está roto y no rompido? ¿O por qué a los aromas y al agua les asignamos artículos que a priori no les corresponden?
No quiero ser repetitivo y volver a poner sobre la mesa una serie de incongruencias de nuestra lengua como en la txalada que menciono al principio, sino que quiero dar un paso más allá y preguntarme por qué somos, o al menos soy, tan puntilloso con los errores léxicos gramaticales cuando en realidad son el motor de cosas tan divertidas como los juegos de palabras o un reflejo de la sociedad en la que vivimos.
Otro asunto que quiero aclarar es que cómo es posible que en los errores gramaticales -contra lo que se lucha desde que somos pequeños y desde instancias tan altas como la RAE– se puedan encontrar cosas tan positivas y divertidas. ¿Cómo es que en el caos encontramos diversión? Pues porque el criterio ha muerto.
Ha muerto el criterio en la estética. Vestirse como un mamarracho o pagar salarios mínimos por botines de Balenciaga (la marca que ha pervertido hasta la suciedad el legado del guetariano original) es uno de los más grandes cánones de belleza que aprecia la moda moderna. Si hablo de pelos enroscados a lo Luis Piedrahita, pantalones pitillo, Barbours y Pompeis, todos estamos de acuerdo en que es un estilo de vestir ampliamente extendido en España y con el que, por supuestísimo, no tengo ningún problema.
Ha muerto el criterio en la música también. La escena indie española está dominada por cantantes que necesitan un Dulcolax. Cantantes que confunden estreñimiento con canto sentimental, con un cante jondo. Tenemos también el ejemplo de Rosalía, que ha pasado de barriobajera Motomami a coquetear con la vocación en Lux sin motivo aparente, una transición que no sólo hemos asimilado, sino que llegamos a odar sin cuestionarnos qué sentido tiene semejante cambio de personalidad en tan poco tiempo.
Pero no quisiera transmitiros la idea de que, porque algo no me guste, lo estoy acusando de falto de criterio; para nada y muy al contrario. Mucha de la música que más disfruto es fruto de la oligofrenia. Lo que quiero poner sobre la mesa es que, desde hace mucho, la estética y la vida en general se han basado en lo armonioso. Las cosas eran correctas, coherentes y cohesionadas, que diría mi profe de historia, Joserra. Ahora parece que ese orden se ha ultrajado en favor de lo incoherente, incorrecto e incohesionado. ¿Y eso está mal? ¿Hasta qué punto no son los enfats terribles necesarios para que el arte prospere?
Pues son necesarios sólo para el arte. Pretender que el caos sea un fundamento del orden en asuntos más allá de la estética supone una tentación en la que, de caer, nos llevaría a una sociedad en la que la mentira ejercería como trasunto de la verdad, y nadie, creo, quiere eso.
De todos modos, por el carácter eminentemente cínico y mayéutico del texto, no pretendo dar ninguna respuesta que ustedes no quieran darse a sí mismos, así que en este punto la gallina de los huevos de pirita se despide preguntando al criterio ¿cuándo te nos rompiste de tanto usarte? ¿Seguirías con nosotros si te habríamos tratado más mejor?


