El poder mutante de la escritura

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La escritura está en crisis. No porque esté en desuso, sino porque está mutando. Como tantas de nuestras actividades cotidianas se ve afectada por el desarrollo exponencial de la tecnología y el uso que estamos dándole. Sí, la tecnología otra vez. No se retire todavía; tome aire y recapacite.

Este no es un artículo más para poner en cuestión los algoritmos ni para cantar las alabanzas del progreso tecnocientífico exponencial y convergente. El propósito de las próximas líneas es sencillamente recordar que esos avances en la ciencia y en la tecnología son resultado de nuestra capacidad como seres inteligentes, y que sus objetivos no habrían de ser otros que el bienestar, la justicia y la mejora de las relaciones entre humanos y de estos con otras especies en el planeta.

Cuesta creerlo, pero ¿a qué, si no, dedicar tantos esfuerzos?

Escribir, un acto supremo en nuestra relación con los demás, es “representar las palabras o las ideas con letras u otros signos trazados en papel u otra superficie”, según la Real Academia Española. Pues bien, todos y cada uno de los elementos de esta definición están hoy en crisis: las palabras, las ideas, las letras, los signos, el papel y las superficies.

La escritura emprende una nueva era de la mano de los artefactos surgidos de la imaginación humana. En la era de la inteligencia artificial -no acabo de entender el empeño generalizado por escribirlo con mayúscula mientras se le niegan a la inteligencia humana- cambia el valor y el significado de la palabra, su dimensión, su alcance, su valor; tenemos en revisión nuestras ideas, nuestra visión de un mundo que dominábamos y en el que un virus -un microorganismo acelular- ha doblegado las pocas certezas que creíamos tener en una sociedad cuyos principios y valores estamos reescribiendo.

Y la mejor forma conocida hasta la fecha para transferir nuestras ideas, principios y valores sigue siendo la escritura. Si la voz nos acerca -no ya con nuestros semejantes o con los animales que comparten nuestras vidas, sino también con los artefactos mecánicos que hemos creado como los asistentes virtuales o los robots más sofisticados-, la escritura nos asienta, nos permite afinar, concretar, reimaginar, perdurar…

Nuestros deseos se debaten entre un viejo mundo que se desvanece, pero se resiste a desaparecer, y un futuro que imaginamos y no termina de vislumbrarse. El futuro se nos hace más difícil y con frecuencia distópico, no deseable, porque a menudo la escritura tradicional se nos ha quedado corta para definir una utopía multimedia, multicanal; una escritura ampliada desde el texto a la realidad virtual, construida sobre ceros y unos, sobre códigos que exigen una nueva alfabetización para llegar a estar al alcance de la inmensa mayoría.

Las letras y los signos se combinan en una realidad física y digital en la que las fronteras desaparecen y se han hecho realidad las propuestas del genio de George Boole: las matemáticas pueden expresar no solo cantidades sino también una lógica, un lenguaje que expresa también postulados, razonamientos y conclusiones. Con él llegó la programación moderna y sin sus propuestas no sería hoy posible encontrar, comprender ni transmitir nada en el universo digital.

Y estamos solo en el principio. Ni tan siquiera hemos conseguido encontrar aun la forma de denominar eso que hacemos hoy de forma muy distinta a como lo veníamos haciendo; seguimos llamando escribir a nuestra acción en una pantalla, a lo que dictamos a la máquina para que lo convierta -transcriba- en texto; conocemos como libro o correo a eso que sabemos que ya no tiene una existencia corpórea pero que aún desde la nube nos permite conocer, descubrir, compartir…

Desde la antigua Mesopotamia, eso que hemos dado en llamar libro ha servido para fijar nuestros pensamientos y trasmitirlos a otros. Ya fuera en piedra, arcilla, madera o marfil; en soportes de hojas, de juncos, de seda o de piel, la palabra escrita nos ha ayudado a organizar y a compartir nuestros pensamientos. A convivir.

Tan relevante es la representación de la palabra, tan enraizada está en nuestra historia, en nuestra civilización, que, aunque los usos están cambiando seguimos llamando página a eso a través de lo que damos a conocer los hechos, los deseos, los sueños… aunque ahora adopten formas múltiples que se construyen con código binario en pantallas líquidas. Y a ese proceso creativo le sigamos llamando escribir.

Sabemos que la palabra misma se nos queda corta porque vivimos en un entorno en el que las posibilidades de que nuestras experiencias, nuestros pensamientos y nuestra existencia se amplifiquen en modelos virtuales, multimedia y multicanal son casi infinitas. No se trata de tecnología; es un asunto de sueños que se pueden construir de múltiples formas, con herramientas nuevas al servicio de la humanidad.

* Post de Juan Manuel Zafra, director general de Club Abierto de Editores (CLABE), director del Consejo de redacción de la revista Telos (Fundación Telefónica). Asesor tecnología, comunicación y liderazgo. Conferenciante y profesor.

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