La inteligencia artificial (IA) ya se ha instalado en las redacciones. No es una visita ocasional, sino un asistente incansable que nunca reclama vacaciones, que redacta a la velocidad de la luz y que transcribe conferencias en tiempo real. Sus algoritmos están diseñados para resumir montañas de datos, corregir textos con criterios de estilo y optimizarlos para buscadores y redes sociales. En cuestión de minutos, su esqueleto de circuitos integrados puede generar la alerta meteorológica de un pueblo remoto, crear gráficos para televisión o traducir discursos en idiomas que antes exigían un intérprete. Para esos medios que se afanan en competir por las primicias informativas, incluso sin reparar en la confirmación de los hechos, la IA es un turbo en el flujo del universo editorial.
La IA no solo tiene el incuestionable mérito de la velocidad automatizada. También protege el diseño y domina las artes escénicas audiovisuales. Así, aplica marcas de agua en imágenes, desenfoca rostros sensibles y ayuda a evitar bloqueos en plataformas. Incluso facilita la personalización de contenidos, analizando preferencias en tiempo real y ofreciendo artículos ajustados al perfil de cada lector. No dispara a discreción, apunta con mirilla telescópica. Y no suele errar en el tiro. De ahí que en el cada vez más reputado periodismo de datos -aquel que dice combatir la oleada de fake-news que nos asola- su aportación sea mastodóntica. Está en disposición de revisar millones de documentos en segundos, detectar anomalías y cruzar bases históricas que antes resultaban inabarcables. En la era de la post-verdad, y solo para almas que persigan la independencia de criterio, su existencia es como la llegada de un nuevo mesías; en este caso, el enviado de la Verdad.
La cara oculta de la ‘luna online’
Pero no todo es color de rosa en el mundo cibernético. La misma herramienta que acelera procesos puede distorsionar realidades. En plataformas descentralizadas, la IA puede burlar censuras legítimas. O convertirse en altavoz de la desinformación. Sus sistemas de recomendación refuerzan nuestras creencias, generan burbujas informativas y acentúan la polarización. En nombre de la personalización, de la idiosincrasia o de las costumbres culturales, su software puede recoger datos que pongan en riesgo la privacidad o asentar ideas o conceptos mediatizados que crispan y generan divisiones sociales. Todo un peligro en ciernes. Porque esta obsesión social por la inmediatez puede conducir al periodismo a un abismo deontológico y doctrinal. Un mundo de noticias sin análisis ni contexto, bajo las riendas de la opinión y sin contraste de hechos o datos. Justo cuando más se necesita su poder de indagación y su criterio objetivo.
Manipulación, noticias falsas y credibilidad
A este cuadro de mando se unen otras palancas e instrumentales que hacen conveniente que el bólido autónomo modere su velocidad y ceda la conducción a la mente humana. Por un mero consejo de seguridad profesional. Estamos en la era de los deepfakes; es decir, de los audios y vídeos con emisiones sensoriales tan realistas que ponen en jaque principios esenciales como la libertad o la democracia. Al fin y al cabo, un contenido manipulado puede viralizarse en segundos y socavar no solo la credibilidad de un medio, sino la idea misma de verdad compartida.
El mayor riesgo del prototipo de periodismo con IA es que acelere demasiado deprisa. Y todos recordamos ese lema publicitario de una marca de la industria auxiliar del automóvil de que la fuerza sin control no tiene sentido. De igual manera, esta metáfora deja entrever con suma nitidez que una noticia publicada sin contexto cultural puede ser absurda. O lo que es peor: dañina. La IA no entiende de silencios, ni de ironías, ni de emociones. Ofrece una narrativa fría, carente de alma. Y en el periodismo, contar los acontecimientos sin humanización es vaciar el espíritu de la profesión. De igual manera que renunciar a la percepción natural de las historias es perder la conexión con la sociedad.
Lo que la IA (aún) no es (…) y está lejos de serlo
La pregunta de fondo es si la IA puede ser neutral. La respuesta, por ahora, se inclina hacia la negación. Todo algoritmo tiene tras de sí una empresa, un país, un marco cultural. El sí en las urnas del Brexit pareció proceder de los servicios de inteligencia (artificial) del Kremlin. Los sesgos son inevitables porque los datos provienen de realidades concretas. Un modelo entrenado en Silicon Valley no narrará igual un conflicto en Oriente Medio que uno desarrollado en Moscú o Pekín. La única salida es el contraste: usar diversas fuentes de IA, cotejar resultados y aplicar siempre criterio humano. Entre otras razones, porque la objetividad existe y la realidad solo se descubre si se cree en esta máxima periodística y se persigue la verdad.
Estos límites surgen por doquier. Presentadores virtuales que siguen sin pestañear el guion, aunque con una gestualidad rígida y sin dosis de empatía. Nadie quiere avatares dando un parte informativo. Hay que presuponer que la audiencia detecta la frialdad y se aleja del artificio contado. De ahí que el futuro más probable -al menos así lo quiero creer- sea el de un modelo híbrido: algoritmos que procesan y aceleran, periodistas que narran con humanidad, criterio y creatividad.
El director de El País, Jan Martínez Ahrens, lo expresó con claridad en un encuentro con suscriptores: “La IA nunca podrá sustituir al periodista en el campo de batalla”. La frase se entiende mejor si pensamos en Mohamed Solaimane, corresponsal en Gaza, donde la guerra convierte cada cobertura en una experiencia vital irreproducible por una máquina. La IA puede redactar un informe de Bolsa, pero jamás podrá describir lo que significa estar bajo fuego, percibir el miedo o transmitir la empatía de una mirada. Martínez Ahrens también recuerda que el periodismo es método y transparencia: acudir a fuentes, documentos y testimonios directos.
La IA, pues, procesa lo que ya existe, pero no descubre exclusivas. Por ello, el concordato es claro: la IA ayuda a ordenar, pero la verdad se conquista con verificación, contraste y autocrítica. La independencia editorial es real porque la verdad existe, y la veracidad exige siempre un periodista dispuesto a pelearse por descubrirla.
Escala y velocidad
No conviene olvidar que la tecnología no es nueva en el periodismo. Cada revolución técnica -desde el telégrafo hasta el teletipo, pasando por la radio e Internet – se vivió con temores similares. La novedad ahora es la escala y la velocidad. Nunca una herramienta tuvo la capacidad de producir tanto contenido tan rápido y con tan poco esfuerzo humano. Como tampoco nunca la confianza en los medios fue tan frágil.
Por eso, el reto no es exclusivamente tecnológico, sino ético. Se trata de decidir qué papel queremos dar a las máquinas en la construcción de nuestras narrativas. Si dejamos que la prisa y la rentabilidad dicten las reglas, corremos el riesgo de diluir la credibilidad del periodismo en un océano de textos anodinos. Si, en cambio, usamos la IA como aliada, podremos liberar tiempo para lo que realmente importa: investigar, interpretar, conectar con la sociedad.
El futuro inmediato será un tándem: IA al frente de un pilotaje automatizado, pero con periodistas que tengan el toque manual del volante para decidir el rumbo informativo.
En comma lo tenemos claro: la comunicación del futuro no pasará por elegir entre máquinas o personas, sino por combinarlas de forma inteligente. La IA será un gran aliado para trabajar más rápido y mejor. Pero el pulso que conceda la mente humana a cada acontecimiento; su intuición, habilidad y conocimiento para interpretar correctamente los hechos, para aplicarles un lenguaje adecuado, contextualizar las novedades o aproximarse a la realidad seguirán siendo el factor determinante a la hora de contar con rigor la historia de nuestro tiempo. Y, por ahora, ningún algoritmo puede emular este comportamiento al cien por cien.