Hace unos días, un buen amigo me pidió orientación acerca de qué elementos debería tener en cuenta, aparte de lo obvio (formación, experiencia), para contratar a una persona responsable de redes sociales. Se quedó muy sorprendido cuando, antes que ninguna otra cosa, le dije que comprobara si los candidatos y candidatas sabían escribir en español.
Como se trataba de una institución de carácter local en Madrid, le dije que comprobara mediante un breve ejercicio de redacción, si los aspirantes sabían escribir correctamente en español: sin faltas de ortografía, con una sintaxis clara y sin olvidarse de las debidas concordancias. Y ya luego, que mirara la experiencia que tuvieran, la formación (haciéndole mención expresa a que no siempre eran necesarios los cursos, cuando en redes hay tanta gente brillante que es autodidacta), y la gestión de la propia marca personal. Entre otras cosas.
Le insistí en lo del español porque a menudo veo al frente de cuentas institucionales y comerciales a personas que no saben escribir correctamente, puntuar con un mínimo criterio o utilizar el registro idóneo en español. Esta es ya la segunda lengua con más hablantes nativos después del chino, y una de las apuestas más pujantes en medios de comunicación con tanta solera como el NYT o tan innovadores como Quartz. Veo tan fuerte al español en América que por un lado me siento orgullosa, pero por otro, me entristece que aquí no hagamos gran cosa por liderar ese movimiento.
Los motivos de orgullo tienen poco que ver con el patriotismo o la «marca España», pero sí mucho con el profundo amor que siento hacia el idioma de mis padres. El idioma en el que he leído poesía desde la infancia (inevitablemente ligada a Gloria Fuertes) hasta la actualidad (estoy descubriendo a gente como Rafa Soler o Leyre Olmeda). En el que he devorado cientos de novelas, ensayos, biografías que me han hecho como soy. El idioma en el que he sentido metáforas como flechas lanzadas al corazón. En el que me hice periodista para intentar llevar a los oyentes o los lectores al lugar en el que yo me encontraba haciendo uso de ese privilegio indescriptible que es ser reportera.
Pensar que el español puede estar siendo, al otro lado del océano, una tendencia que contribuya a salvar al periodismo no sólo me llena de orgullo sino de fe. En el periodismo y en el español.
Como decía, me entristece un poco que en España quizá no se perciba ese naciente liderazgo de lo más nuestro y, a la vez, lo más compartido. Un idioma que no es fácil pero que es el de muchas de las naciones que más crecimiento tienen por delante. Un idioma en el que se está transformando gran parte del mundo, y que tiene un papel relevante en esta globalización embrutecedora e inhumana en tantos otros aspectos.
Conocer otros idiomas nos ha hecho libres para leer autores en su lengua, para viajar y entendernos con otras culturas y para trabajar y hacer realidad nuestros sueños no importa dónde. Y sin embargo quizá no seamos capaces de valorar nuestro idioma como activo y atractivo en nuestro negocio, como sí lo están empezando a ver en América. No me parece mal que el liderazgo no sea español, aunque sea en español, pero a veces me pregunto si no perderemos el tren que nosotros mismos pusimos en marcha.