Escribir para otros: el discurso como género en comunicación

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Hablar en público tiene muchas fórmulas y subgéneros, pero el del discurso es algo particular, y muy importante en comunicación política y empresarial. Es tan antiguo como el ser humano, y de hecho las filípicas (me encanta el nombre) tienen su origen en las broncas que Demóstenes echaba al Rey Filippo de Macedonia, en el siglo IV antes de Cristo.

El discurso es literatura leída e interpretada, y en ese sentido, tiene algo, mucho, bastante diría yo, de teatralización. Eso si se quiere hacer efectivo. Quien no interpreta bien su discurso, porque leerlo no basta, deja frío al público por más que el autor del texto sea un genio de la palabra.

En su origen, el discurso era obra del orador, pero las cosas han cambiado y la escritura se ha profesionalizado, resultando que – desde hace más de cien año-  existe en español una expresión bastante casposa y racista – que es la de ‘negro’-  para describir lo que mucho más elegantemente llaman los angloparlantes ‘ghost writer’, o escritor fantasma.

El hecho de que en español tenga un nombre tan deleznable tiene que ver con el desprecio que aquí tenemos hacia quien trabaja para el ego de otro. Sin embargo, en inglés la palabra es preciosa: escritor fantasma. Alguien que es percibido pero que no es visto, porque pone las palabras al servicio de otro, de unas ideas, de un argumento.

También la expresión ‘dar un discurso’ está en español bastante mal vista y suele ser sinónimo de algo aburrido y largo, tedioso, falso incluso, que nos quita tiempo de vida y/o nos duerme. Esta semana, con motivo de la investidura de Feijóo, hemos tenido ocasión de ver a alguno entre sus señorías pegando cabezadas en el escaño.

Puro teatro

Las personas que hemos escrito discursos en alguna ocasión o de forma recurrente somos, además de unos privilegiados, más que conscientes de que quien lo va a leer puede destrozar el más brillante de los textos.

No siempre es culpa del que ha de hablar en una tribuna. Pero otras veces, sí; bien porque destroza un texto brillante al leerlo sin alma, sin entonación, sin vida: o bien porque no ha contado con profesionales de la palabra oral para interpretarlo. O por ambas cosas. Porque sí, porque hay que interpretarlo, y ensayarlo. Como el teatro.

De hecho, uno de los mejores manuales de oralidad es el que han escrito el actor Pedro Mari Sánchez, una bestia del escenario, y Ana Martín, periodista. En “La palabra mágica” hay mucho del proyecto de ambos para mejorar la expresión oral de quienes deben dirigirse en público a otras personas que no tienen más remedio que escucharlos.

Ese público muy posiblemente en un acto, en una investidura, en un mitin, está seguramente secuestrado hasta cierto punto: no puede salir. Para tener éxito, hagamos que sientan ‘síndrome de Estocolmo’ y que se les haga corta nuestra disertación.

¿Cómo hacerlo para triunfar?

Primera recomendación: que sea corto. Desde siempre, pero más desde la pandemia de COVID, la extensión de los discursos se ha acortado por muchos motivos. El primero, que la capacidad de atención se ha reducido. En segundo lugar, que incluso sin pandemia, se veía que era necesario y urgente no dar tanto la turra. El tiempo es oro, se ha dicho siempre. Con cinco minutos para expresar una o dos ideas fuerza es más que suficiente. ¿Por qué tan pocas ideas? Para no perder el foco.

Pero uno de los factores determinantes de ese acortamiento en los discursos han sido los eventos y reuniones virtuales u online, cuyos formatos hacen muchísimo más tediosa cualquier intervención que supere los cinco minutos. Por eso, y porque se han quedado para siempre entre nosotros los formatos híbridos (directo y streaming), conviene ir al grano.

Segunda recomendación: ponerle pasión. Siquiera una poquita pasión, la justa para no parecer una gran dama de la copla si estás presentando resultados del trimestre, pero sin dejar de hablar con cierto entusiasmo de aquello que quieres transmitir. Hay quien dice que la gente sin alma no puede transmitir nada. Estoy de acuerdo que hay gente sin alma, pero a veces son muy buenos intérpretes, y esa es la clave.

Tercera recomendación: si tú no eres el autor de tu propio discurso, hazlo tuyo. No es recomendable presentarse en el momento clave sin haber leído varias veces lo que vas a decir. Por mucho que confíes en tu escritor fantasma, confirma que te sientes seguro con todo lo que vas a contar y que lo puedes transmitir en forma y fondo.

En definitiva, interpretar un discurso es darle toda la fuerza que no dan las palabras escritas por sí mismas, es dar valor a presenciar el discurso, frente a leerlo. Es ver teatro frente a leer teatro.

Lorca y su medio pan y un libro

Uno de mis discursos favoritos es el que dicen que dio Federico García Lorca en la inauguración de la biblioteca de su pueblo. No puedo imaginar a Lorca más que interpretado por actores, porque nunca he oído su voz ni lo he visto en mítines ni teatros, ni lo he oído en grabaciones de la época. Pero sí puedo imaginar con qué brillo en la mirada diría aquello de “yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan sino que pediría medio pan y un libro”.

Otro orador brillante fue Pedro Zerolo. Hace unos días hablaba con quienes trabajaron con él y le escribían discursos, como aquél con el que contestaba a la gente intransigente que “en su modelo de sociedad no quepo yo, pero en el mío sí cabe usted”. Esas y otras frases brillantísimas de quienes trabajaban para él eran magistralmente interpretadas hasta convertirse en la piel de Zerolo, en palabras más suyas que las suyas propias. ¿Expresaba Zerolo algo que no sentía? No lo creo. ¿Lo expresaba con palabras mejores que las suyas propias? Desde luego. ¿Qué hacía para transmitirlas con pasión? Interpretarlas.

En una ocasión nos hizo llorar en la tribuna de prensa a todos los periodistas que dábamos cobertura al Pleno del Ayuntamiento de Madrid, porque habló de feminismo recordando cómo fueron “nuestras madres, nuestras hermanas y nuestras amigas” las que habíamos apoyado a las personas homosexuales como él a salir del armario. Era un enorme intérprete. Nada de eso lo escribió él pero levantó un aplauso como pocos recuerdo en aquél salón oscuro de la Casa de la Villa.

Ahora bien, ¿dan todos los eventos, oradores y ocasiones para poner tanta fuerza en la palabra? La respuesta corta es no. Interpretar también es saber no sobreactuar. El orador debe sentirse cómodo en el papel, y el oyente debe creer lo que dice sin que la forma arrastre el fondo al fondo del océano de nuestra atención.

Y aquí enlazo con una cuarta recomendación: cuanto más cerca esté lo que hablas de lo que piensas, más convincente podrás ser. Esto, que parece una obviedad, no lo es, pues tanto en política como en ámbitos empresariales, a veces el orador representa una posición colegiada en la que, si le dejaran, quizá se pronunciaría conforme a su voto particular. Ahí vuelve a entrar el teatro. Un actor no es dueño de sí, sino que pone su cuerpo al servicio de un personaje, de una historia, de una obra, de un director y de un autor.

Soy consciente de que escribir para otro es un auténtico privilegio. Y que te paguen por ello es un lujo al alcance de muy pocos. Por eso considero que la profesión de escritor de discursos (speech writer, ya nunca más fantasma, ya a la vista) debe ser reivindicada sin complejos.

¿Hay algo de malo en que un profesional se ocupe de que una figura relevante de cualquier ámbito hable bien, se exprese con claridad y convenza a su auditorio? Nada. Sólo que en España tenemos un pundonor bastante por encima de los estándares y por eso, a veces, puede parecer reprochable que uno no escriba lo que pronuncia.

El profesional debe poder escribir para gente que no piensa como él con la misma soltura con la que escribiría para quien sí lo es. Es un profesional. ¿Quieres ser un profesional? Sigue leyendo.

Leer y escuchar: escribir lleva mucho tiempo

Lo primero para escribir con el fin de que otro hable en público con propiedad es leer. Leer mucho. Leer lleva tiempo. Tiempo que, en el caso de que seas un profesional de la escritura, debes incluir en tus horas laborales. Lee si quieres en tus ratos libres, obviamente, faltaría más: cuantas más referencias manejes, mejor para ti, para los destinatarios de tus discursos y en último término, para el público que lo va a escuchar. Pero si lees específicamente para escribir sobre un tema, lee en tus horas de trabajo porque ES trabajo.

Lo segundo, pensar. Algo que también lleva tiempo. Pero no siempre se paga adecuadamente. Y no siempre puedes parar tu pensamiento y hacer que sólo funcione de nueve a seis. Es una pelea inútil: las mejores ideas vendrán en la ducha, en tus paseos en bicicleta o cuando haces el amor. Es así, no puedes hacer nada por evitarlo, pero intenta retener la idea que te vino si no tienes nada a mano para apuntar.

Lo tercero: hazte a un lado. Sí, una vez que has leído y aprendido, y pensado sobre ello, apártate. Quien lee y piensa suele tener ideas propias. Ahora bien, para escribir un discurso hay que amoldarse a las ideas del orador, a su tono y su lenguaje, además de a su pensamiento. No obstante, hay ocasiones en que sin forzar la máquina, y viendo que las ideas del orador están bien alineadas con las tuyas, puedes proponer en su discurso algo de tu cosecha que sea brillante, que le guste tanto que lo haga suyo. Es como un regalo mutuo: el orador se beneficia de tu idea como si fuera propia, pero a cambio proyecta tus ideas a una audiencia que tú, pobre escritor a sueldo, normalmente personaje anónimo, nunca tendrás.

Este capítulo de hacerse a un lado tiene un apéndice importantísimo que es la escucha. Escuchar a tu orador, aquél para el que escribes, es fundamental. A veces tendrás la suerte de que sea persona abierta y parlanchina, con capacidad para transmitir lo que piensa y siente, y que disfruta transmitiéndote sus ideas y propuestas para que tú, escritor, escritora, las ordenes y prepares para la oralidad más o menos formal de un atril, una tribuna o un mitin.

En ocasiones la suerte no está de tu parte. A veces no tienes ni siquiera contacto directo con la persona que tiene que hablar, para la que tienes que escribir, y es un reto intentar comprender qué pasa por la cabeza de un tercero sobre determinado tema del que ha de hablar. Qué piensa, cómo piensa y cómo puede transmitirlo. Escribir para quien no conoces se convierte a veces en misión absurda. Es el único momento en que puedes lamentar ser escritor fantasma.

Rezar fuerte

Siempre digo que, mientras en ciencias dos más dos son cuatro, en letras todo es opinable. No hay una única forma de decir algo sino mil maneras, salvo en lenguaje jurídico donde se busca precisamente la univocidad de las palabras para evitar ambigüedades. Si escribes para alguien a quien no conoces, a quien no tienes la oportunidad de escuchar, cuyas ideas apenas se esbozan en un esquemita… ¿cómo acertar con el registro, el tono, el ritmo? Ahí no queda más remedio que exprimir al 120% de sus intervenciones anteriores y tirar de oficio e intuición.

La voz y sus infinitas inflexiones puede ser un aliado o el peor de tus enemigos. Hay gente cantarina y gente que habla con una línea tonal idéntica a la de los mantras budistas. Hay quien habla muy despacio, tanto que duerme al personal, y otra que habla tan rápido que se atropella, se atora, se sofoca y se rinde finalmente a no ser entendido por el auditorio. Hay quien lee siempre, y hay quien prefiere ir a cuerpo gentil, apenas dos o tres ideas esbozadas en un tarjetón. Saber adaptarse es la única forma de poder ganarse la vida como escritor de discursos. Para todos estos perfiles, incluso para los que no leen absolutamente nada de lo que les has puesto, hemos escrito alguna vez.

Y aquí viene la sexta y última recomendación, quizá la más importante. Entrena tu tolerancia a la frustración. Modera tu ego hasta que sea el de la más humilde de las hormigas obreras del último hormiguero del mundo. Porque si no, cuando un orador destroce tu idea, tu prosa brillante, tu salero mitinero o tu creatividad formal y filosófica, tendrás ganas de dejarlo todo, de negar como Pedro negó a Cristo tres veces haber escrito nada de lo dicho ahí.

Crece, y vuelve a empezar cada día. Con cada discurso hay una nueva oportunidad de hacerlo mejor, de dejar una idea en el aire que luego llegue lejos y cambie cosas. Merece mucho la pena.

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