La ética empresarial, una solución al problema de ‘La gran renuncia’

Pablo Gasull

Nietzsche describió al ser humano como el animal no fijado. Aunque venimos determinados por factores ineludibles como la cultura, la época o la familia, el ser humano debe lidiar con el mundo de las posibilidades: qué quiero estudiar, cómo quiero vivir, en qué principios debo creer, etc. Somos, en cierta medida, un camino a medio hacer. Por eso, el carácter, las virtudes y los hábitos no se poseen de forma innata, sino que se adquieren a través de la enseñanza. En sentido moral, la humanidad se educa y, paradójicamente, no llegamos a ser propiamente humanos hasta que no aprendemos y decidimos serlo.

Esta capacidad de elegir qué quiero o qué queremos ser –en sociedad– es la que transforma el mundo en un lugar apacible o desagradable. Podemos vivir en una sociedad individualista, desvinculada de los problemas de los demás, o elegir otra que sea integradora, que ampare y cuide a todos por igual. Se nos brinda un abanico de alternativas, y, como solía repetir Ortega y Gasset, no podemos no elegir.

Este ámbito de los horizontes posibles es justamente de lo que trata la ética, encaminada siempre a una misma pregunta: ¿hacia dónde queremos ir? Y, aunque algunos pensadores consideran que la ética no tiene nada que decir a la empresa, en esta también se encuentra muy vivamente la elección de diversos caminos: ¿cómo quiero tratar a mis empleados?, ¿cómo quiero trabajar con mis clientes?, ¿qué valores quiero vivir y transmitir a mis grupos de interés? La empresa, al igual que la existencia humana, es un sistema abierto a la alternativa de empeorar o mejorar.

En este mundo de las posibilidades subyace una idea de gran interés: las ideas transforman la vida e instauran nuevas realidades. No caigamos en el error de pensar que la ética es una entelequia que sólo preocupa a unos cuantos filósofos que vuelan en el mundo de las ideas sin lograr aterrizarlas. Antonio Diéguez y Thomas Sturn explicaron muy atinadamente esta idea en un artículo que escribieron para El Confidencial: “Puede que, como señalaba Aristóteles, la filosofía no se busque principalmente por su utilidad práctica, pero hacen mal quienes la presentan como un modo de comprender la realidad que, a diferencia del de las ciencias, no conduce nunca a su transformación ni la pretende; como si su reino no fuera de este mundo o sus ideas sólo se encaminaran al cultivo personal”.

Partiendo de este punto, las concepciones teóricas que tengamos del mundo profesional transforman mi trabajo concreto y la empresa a la que pertenezco. Conscientes de esta fuerza transformadora de la ética, los empresarios muestran un interés creciente por la reflexión acerca de cuestiones que no atañen exclusivamente al ámbito económico: la conciliación laboral, el bienestar y la salud mental de los empleados, el impacto social y medioambiental de las organizaciones, su compromiso con determinadas causas políticas, la transparencia y la coherencia entre lo que se promulga y lo que se vive, etc. Cada uno de estos asuntos lleva consigo una forma de entender la empresa, la relación entre los profesionales y, principalmente, la existencia humana.

La gran renuncia, un cambio de paradigma

Actualmente, las empresas tienen serios problemas para captar y retener talento, y este desafío, que no deja de ser un grave problema para las organizaciones, se debe fundamentalmente a una causa: la manera en la que estas entienden el trabajo dista enormemente de lo que las nuevas generaciones quieren –más flexibilidad, autonomía, calidad de vida, etc.–. Los profesionales buscan dotar de sentido a su trabajo, van a la caza de un propósito, quieren que su profesión genere impacto y deje huella en la sociedad. Estas demandas, estén o no justificadas, constituyen una aspiración sin precedentes en el mundo laboral.

Se ha producido un cambio de paradigma, dando lugar a un marco ético completamente distinto. Las empresas que no consigan comprender esta transformación perderán talento –y mucho dinero– en los próximos años. Ya estamos observando las consecuencias, que se han descrito bajo el fenómeno de La gran renuncia, es decir, el abandono de aquellos trabajos que no colman las aspiraciones de los individuos. Según un estudio del IESE, las causas del abandono son muy diversas. Entre ellas, destacan el hartazgo, el sinsentido, el deseo de emprender proyectos personales o la búsqueda de empleos que les permitan pasar más tiempo con la familia.

Ante la fuga de talento, ¿cómo se transforma la cultura empresarial?

Conscientes de la necesidad de transformar la cultura corporativa, las empresas se enfrentan a un obstáculo de doble filo, porque no sólo deben elegir qué tipo de empresa quieren ser, sino cómo llegan hasta ese fin, cómo se transforma, al fin y al cabo, los valores corporativos de una compañía. Y este segundo punto es realmente el desafío que tiene entre manos la ética empresarial.

A raíz de la crisis de 2008, las multinacionales, especialmente en el sector financiero, comenzaron a preocuparse por la ética empresarial, a pesar de que esta ya estaba presente en la universidad desde principios de la década de los 70. Se desarrollaron manuales éticos y programas de formación para que los profesionales tomaran conciencia de los límites y los riesgos en los que se incurre cuando escasea la transparencia y la honradez. Sin embargo, estas iniciativas partían de una determinada concepción de la ética: utilitarista, ya que sólo examinaba aquellos conflictos que podían ocasionar perjuicios a la empresa, y normativa, ya que reduce la ética al cumplimiento de una norma. Explicaré mejor este último punto.

Los manuales éticos de empresa tienen el objetivo de establecer un conjunto de leyes o normas que definen acciones correctas o incorrectas dentro de las organizaciones. La ética normativa nos dice que el cumplimiento de una norma es suficiente para explicar cómo actuamos moralmente, siendo irrelevante la intención personal con la que se cumple dicha norma. Vamos con un ejemplo. Todos hemos experimentado alguna vez la dolorosa sensación de pagar impuestos. La ética normativa se conforma con que uno pague los impuestos y considera irrelevante si los paga porque tiene miedo de ir a la cárcel o porque realmente cree que es bueno contribuir al bien común de la sociedad. Sin embargo, todos sabemos que la intención, la disposición con que se hace, es muy distinta y que, aunque el fin –pagar impuestos– es el mismo, el resultado ético no lo es.

Observamos, por tanto, que la ética empresarial atiende fundamentalmente a las normas sin tener en cuenta las intenciones, los deseos y las aspiraciones personales de cada individuo. Y, volviendo al problema de La gran renuncia, esta es una de las causas por las que los profesionales abandonan su trabajo –al menos cuando hablamos de trabajos cualificados–, porque las empresas no están teniendo en consideración los ideales personales de cada uno. En sentido moral, la verdadera transformación corporativa no viene determinada por un manual ético que rija externamente el comportamiento de los empleados, sino de una conversión interior que se exterioriza y queda reflejada en la cultura de la empresa. Otro ejemplo. De nada sirve que una empresa presuma de una política medioambiental si los propios empleados no asimilan, creen y viven una ética del cuidado del planeta que no sólo se circunscriba al ámbito profesional, sino también a la vida privada.

Los profesionales ya no ven la empresa como un lugar dedicado exclusivamente al trabajo, sino como una fuerza transformadora de la vida social que ofrece un espacio donde los empleados pueden compartir y hacer realidad sus aspiraciones más íntimas.

La ética normativa, al no considerar estas aspiraciones personales, se conforma con el cumplimiento de las normas en el trabajo y establece una distancia insalvable entre la vida privada y el mundo profesional. Sin embargo, ¿puede una empresa ser sostenible sin necesidad de que sus empleados se preocupen por ser sostenibles en su vida privada? Hace más de 2.000 años y sin haber conocido las multinacionales en un mercado capitalista, Aristóteles trató de responder a esta pregunta. Para el filósofo griego, esta separación no es posible, ya que los valores que promulga una empresa deben encarnarse vivamente en cada empleado. Si no, son puro escaparate. En sentido estricto, no hay valores de una compañía, sino comportamientos personales. Y esta coherencia interna que se exige a los profesionales es la que da sentido e insufla propósito al trabajo.

En definitiva, La gran renuncia es un síntoma de la desorientación ética de muchas empresas, que no le han dado la importancia que merece o simplemente la han excluido del mundo de la empresa al considerarla un asunto personal. Sin embargo, los profesionales demandan precisamente cuestiones que atañen tanto a la vida profesional como a la personal: conciliación laboral, impacto social, salud mental y bienestar, transparencia y honestidad, compromiso con determinadas causas políticas, etc. Las empresas del siglo XXI tendrán que ser, por supervivencia o compromiso moral, más humanas y, ojalá, más humanistas.

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