Antes de nada, perdón por el titular, pero la tentación era demasiado fuerte. Con la peor crisis de listeria desde que hay registros, he tenido que volver a lo que siempre digo: hay dos formas de abordar la comunicación de una crisis: bien o mal; o dicho de otro modo, adoptar el modelo Fukushima o el modelo Windsor.
El primer caso es el que se empleó en 2011 cuando estalló la central nuclear de Fukushima tras un devastador tsunami. Los mensajes pretendían ser tranquilizadores pero la situación fue mostrando su verdadera gravedad y los responsables de la gestión de crisis dieron la sensación de estar siempre un paso por detrás de los hechos, superados por las circunstancias.
En 2005, en el caso del incendio del edificio Windsor, en Madrid, la comunicación de emergencias fue en un principio incluso alarmista. Fuentes oficiales (Ayuntamiento de Madrid, Comunidad de Madrid) aseguraban que el edificio podría colapsar hundiendo tras de sí todo el entramado de túneles de AZCA. Poco a poco, el cordón de seguridad fue reduciendo su diámetro y los mensajes limitaron el alcance de las consecuencias probables del incendio, lo que permitió a los servicios de emergencia y autoridades dar la sensación de que sus actuaciones vencieron las dificultades y solucionaron los problemas.
Autoridades superadas
El caso de la carne contaminada por listeria responde a una comunicación modelo Fukushima, y tanto las autoridades como la empresa involucrada parecen estar continuamente superadas por la situación. Al pretender no generar alarma, no hacen sino generar desconfianza, miedo y, en consecuencia, más alarma. Todo ello en verano, cuando un culebrón informativo se agradece en las redacciones, y con un gobierno andaluz prácticamente recién constituido que muestra signos de inexperiencia y falta de coordinación y recursos. La solución no puede ser generar alarma, sino informar de forma transparente, veraz y honesta no sólo del alcance de la situación, sino sobre todo de las medidas que se han tomado y se están tomando para solucionarla.
Si añadimos a esto que la Junta de Andalucía escupe hacia arriba atribuyendo sus competencias en seguridad alimentaria al Gobierno central, y que las informaciones apuntan a que el dueño de la fábrica es en realidad un testaferro casi adolescente de su padre, verdadero dueño de la empresa y arruinador profesional, la situación no es precisamente tranquilizadora, y pone en cuestión algo que en España funciona como un reloj: los sistemas de seguridad alimentaria.
Este es un análisis rápido de lo mal que están comunicando los principales responsables del asunto, y de cómo esa mala comunicación está perjudicando a la opinión pública, a la industria cárnica (que atraviesa una fase complicada) y a la marca España. No entro ya en cómo el hecho en sí -la intoxicación y sus consecuencias- ha perjudicado y todavía perjudicará a los afectados. A los que por cierto se está tratando con una medicación que incluye aminoglucósidos, cuyas consecuencias pueden ser en algunos individuos permanentes y a largo plazo. Un melón que de momento nadie quiere abrir pero que en algún momento dará que hablar.
Errores, excusas y silencios culpables
El análisis de esta entrevista al gerente de la empresa infectada de listeria da para escribir un manual de cómo NO afrontar una comunicación de crisis: información vaga, silencios culpables, excusas que suenan falsas, insolvencia como portavoz, falta de información sobre las medidas que ha tomado la compañía, ausencia de mensajes de empatía hacia los afectados, y un largo etcétera. Pero la aparición de información sobre una marca blanca que podría haber salido mal etiquetada de la fábrica abrió un nuevo capítulo a esta crisis, dándole una nueva dimensión.
El hecho de que, en medio de un ambiente ya de sospecha, ningún medio publicara a qué cadena de supermercados pertenecía la “marca blanca” con que se había distribuido carne de la fábrica Magrudis disparó la imaginación (y la conspiranoia) de muchos. En las redes sociales, los consumidores lanzaron sus apuestas hacia aquellas marcas que solían pagar más publicidad o salir mejor en contenido patrocinado (o no), como El Corte Inglés, o Mercadona. Ninguna de estas empresas reaccionó con rapidez aunque su nombre sonara insistentemente entre tuiteros malpensantes. Quizá por los errores en cadena de la propia marca fabricante, errores que afectaban a la trazabilidad del producto, ninguna cadena de supermercados podía afirmar categóricamente que no había despachado carne contaminada con listeria.
Ese espacio en blanco fue inmediatamente rellenado por la rumorología, como cabía esperar. Al final, no había tal marca blanca, y el afectado por la listeria era una pequeña empresa desconocida por la mayoría de los consumidores. Pero el mal ya estaba hecho y todas las marcas, blancas o no, han visto caer la confianza en sus productos cárnicos y temen una caída de las ventas.
Si las compañías de productos críticos, como los alimentos o los fármacos, tienen protocolos muy estrictos para actuar en casos como este (que incluyen el aviso a las autoridades, la retirada de lotes afectados, etc.), ¿por qué no cuentan también con protocolos de comunicación de crisis? Estos protocolos ayudarían a relacionarse con el público expuesto a productos contaminados o defectuosos de forma que se evitaran los rumores, el pánico y los daños al consumidor.
Este caso debería marcar un punto de inflexión en la comunicación de la industria alimentaria, especialmente la de la carne. Todo el sector está ahora bajo la lupa de una sociedad cada vez más exigente con el producto, pero también con el trato a los animales y con la sostenibilidad. Perder la confianza de los consumidores no beneficiará a una industria que afronta un reto histórico.
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