Una de las pocas cosas en las que todos coincidimos es que en las últimas décadas la humanidad ha sufrido una transformación sin precedentes impulsada, en gran parte, por la tecnología y la aparición de las redes sociales.
Estos dos elementos combinados han tenido un fuerte impacto en el mundo de la comunicación, al haber eliminado barreras de acceso al conocimiento y haber democratizado la información: cualquier persona con conexión a Internet, no solamente puede encontrar datos virtualmente sobre cualquier cosa, sino también compartir información u opiniones acerca de los datos encontrados.
Esto supone una enorme oportunidad para las personas, siempre y cuando se considere a Internet y a las redes sociales como instrumentos que sirven a un propósito: estar bien informados, conocer más. Pero, ¿qué sucede cuando esos instrumentos no son utilizados de forma responsable? Por decir poco, pueden ser peligrosos.
Es aquí donde nuestro rol como consumidores de información toma mayor relevancia, ya que normalmente se endilga la responsabilidad de una comunicación transparente, completa y veraz a los actores tradicionales del mundo de la comunicación: los generadores de información y los medios de comunicación. Sin embargo, se habla poco del papel que, como audiencia, jugamos en este ecosistema: ahora más que nunca, como viralizadores o re-transmisores de la información que, cierta o no, una vez puesta en marcha tiene alcances muchas veces impensados.
Muchos hemos sido testigos de cómo la reputación de una persona, de una organización o, incluso, de un gobierno se ha visto tremendamente dañada por un comentario o un fragmento de video descontextualizado, una opinión que fue compartida como noticia, un titular malintencionado u otra situación que, si bien le ha costado un click al usuario, le ha costado mucho más al protagonista.
Y el peligro no solamente se encuentra en la difusión de bulos o fake-news, sino en la convicción de que lo que vemos en nuestro feed es la realidad absoluta, la miopía autocomplaciente en la que caemos frecuentemente, de alimentarnos únicamente de argumentos que refuercen nuestra opinión y de resignar nuestra aceptación de los hechos a lo que el ‘algoritmo’ decida mostrarnos.
Aunque no seamos conscientes de ello, todos somos micro-influencers de nuestro entorno, y como tales nos corresponde asumir la responsabilidad de lo que difundimos. Nos toca admitir que todos hemos sido impactados, en mayor o menor medida, por la infodemia de nuestros tiempos, lo que nos lleva a aceptar cierta información como válida al tener tiempo escaso para contrastarla o analizarla. Pero, ¿es lo que damos por válido, cierto bajo un criterio objetivo, o cierto porque nos conviene considerarlo así?
Mientras realizamos esta auto-reflexión también podemos ir aplicando ciertas recomendaciones que nos sirvan para evitar ser vehículos de desinformación:
- Revisa la fecha en la que se publicó. Tan obvio como eso… te quitará cinco segundos de tu día.
- No te quedes con el titular: si realmente te ha llamado la atención, date el tiempo de leer todo el artículo para evitar malinterpretaciones.
- Verifica la fuente. No olvides que detrás de las pantallas existen infinidad de intenciones, no caigas presa de personas cuyo propósito no es el de difundir la verdad.
- Contrasta la información. Si es cierta, es más que seguro que ha sido mencionada por otros; dedícale unos minutos a descubrir qué se dice sobre este tema en otros espacios.
- Si te chirría, hazle caso a tu intuición. De nuevo, ya estamos lo suficientemente advertidos como para caer en la ingenuidad.
- Y muy, muy importante: protege tu propia credibilidad.
Tenemos en nuestras manos herramientas de un potencial incalculable, lo que nos confiere también una gran responsabilidad en cómo las usamos. Seamos críticos y, ¿por qué no? Seamos positivos.
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